A quién no le encanta rozar el límite. Jugar a la pata coja, cada vez con un pie; columpiarse en la cuerda floja sin caer. Empujarse desde lo políticamente correcto hasta lo prohibido, y perder el control y la noción moral.
Los límites están para pisarlos. Para borrarlos. Para volverlos a dibujar. ¿Qué sería de la vida sin límites? Como un polígono sin aristas, una casa sin paredes. O una puerta sin topes. Sería desorientación, surrealismo. Nos los marcan para que no lleguemos a ellos. Pero también nos los recuerdan cuando nos sentimos atrapados en este angosto recipiente que es la rutina. Son principio y meta, castigo y pecado regalado. El dilema llega cuando, al traspasarlos, comprendemos que podría no haber más, o haber demasiado. En el fondo, no sabríamos vivir sin ellos.
Escoger entre la cara o la cruz nunca resulta fácil. Por eso lo echamos a suertes. Es divertido saltar del blanco al negro, del negro al blanco. Pero no lo es tanto permanecer demasiado tiempo en uno de los dos bandos. Nos gusta emborronarnos. La libertad. El salto en sí.
Límites. Aquellas líneas continuas que se trazan con discontinuidad, donde todo cabe. Justo en el medio, entre la represión y el autocontrol, la pasión y la ternura, en definitiva, entre el bien y el mal; ahí hay un hueco. En el término medio está la virtud, y también el límite, la transgresión.
¿Dónde nos quedamos? Algunos dirán que en la casilla del bien; otros, que quieren pasarlo bien (que es diferente). La verdad es que hasta el círculo vicioso tiene sus límites, aunque estos sean tan escurridizos. Al final, somos nosotros quienes dibujamos nuestra propia cárcel. Pero siempre queda carboncillo para un par de salidas de emergencia.
fotografía de Belén Segarra